domingo, 9 de septiembre de 2007

Desesperacion

Salimos para Alicante el ocho de mayo; íbamos a pasar todo el verano en la playa hasta finales de octubre. Teresa no venía con nosotros, prefería quedarse sola en San Sebastián.

Después de doce largas horas de viaje llegamos a nuestro destino. Tanto María como yo estábamos agotados. Por algo dicen que los años no vienen solos.

En cuanto llegamos sacamos la tartera y cenamos. Después mientras yo me duchaba, María se encargaba de abrir las valijas y guardar la ropa en el armario.

Llamé a Teresa a casa para avisarle que habíamos llegado bien, me atendió el contestador y deje un mensaje. Seguramente estaría conectada a Internet a esa hora.

Nos acostamos temprano, al otro día estaba como nuevo, el aire del Mediterráneo me rejuvenecía, salí a caminar temprano por el paseo marítimo; por el camino me encontré con otros jubilados con los que solía coincidir todos los años.

Después de una hora de caminata volví a nuestro piso y desayuné con María: después del desayuno nos fuimos los dos a la playa. Nos gustaba ir temprano, antes de que el sol calentase demasiado y la playa se convirtiese en un hervidero de personas peleándose por un pedacito de arena donde clavar la sombrilla. Seguimos nuestra rutina habitual de todos los años: una hora en el agua y a casa.

Mientras María preparaba la comida, yo leía el periódico. A la tarde después de la siesta, jugábamos a las cartas en la terraza hasta la hora de la cena.

El domingo volví a llamar a Teresa, otra vez me atendió el contestador; volví a dejarle un mensaje, pidiéndole que nos llamara al móvil. Seguramente habría salido con sus amigas.

Los días pasaban placidamente, todos iguales, todos azules y calurosos; un día leyendo el periódico caí en la cuenta que ya hacia tres semanas que estábamos en Alicante y Teresa todavía no había llamado. Pensé que tal vez no había revisado el contestador, pero de todas formas era muy extraño que no hubiera llamado para saber cómo estábamos; no quise inquietar a mi mujer, por eso no le mencioné nada y llamé desde el baño para que no se enterase. Otra vez me atendió el contestador automático: esta vez dejé un mensaje pidiéndole que por favor llamara, que estaba preocupado.

Dejé pasar una semana, era el plazo que me había dado para volver a llamar. De pronto se me ocurrió que tal vez el teléfono no funcionara bien y por eso Teresa no lograba comunicarse con nosotros. Llamé a la operadora del móvil para averiguar si había algún problema con el teléfono, me confirmaron que nuestra línea funcionaba perfectamente bien y que no tenia de que preocuparme.

Mi siguiente pensamiento fue que tal vez era el teléfono de San Sebastián el que no funcionase bien; esta vez llamé a la Telefónica, pero me contestaron que tendría que estar allí, en San Sebastián, para poder comprobarlo.

Mientras tanto seguí con mi rutina diaria, aunque ya no dormía bien, pensando en todas las posibles respuestas al extraño comportamiento de Teresa.

Teresa siempre fue mi ojito derecho, había sido una niña muy dulce y estudiosa, todo había ido bien, hasta que empezó a estudiar en la facultad de comunicaciones y conoció a ese chico. Pero bueno, por suerte reaccionamos a tiempo y nos volvimos a España donde nos instalamos con la familia de mi mujer en San Sebastián. Fue una buena decisión, tanto por la situación política como económica, que con los años fue de mal en peor en Argentina.

María era la que estaba más contenta: siempre había echado de menos su país y se sentía muy a gusto viviendo cerca de sus hermanos.

El tiempo pasaba, y no había noticias de Teresa; llamaba todas las semanas y siempre me atendía el contestador. No quería compartir mi inquietud con María, aunque cada vez me extrañaba más su tranquilidad, ¿es que no le parecía raro que no llamase Teresa?.

De todas formas no me atrevía a preguntarle nada. Tal vez Teresa se había ido de vacaciones con sus amigas unos días y por eso no contestaba.

Lentamente pasaron los meses y se acercó Octubre; hacía tiempo que contaba ansiosamente los días que faltaban para nuestro regreso a San Sebastián.

Finalmente como todo, el día de nuestra partida llegó, el viaje se me hizo eterno.

Cuando llegamos a la parada del autobús, miré por todos lados, tal vez Teresa, quería darnos una sorpresa y estaba esperándonos. Pero no, ella no estaba.

Caminamos hasta casa con las valijas. Abrí la puerta de nuestro departamento, todo estaba en silencio. Recorrí el piso con ansiedad, todas las habitaciones estaban vacías; desesperado entré en la habitación de Teresa, abrí el armario, estaba vacío. María se acercó y me preguntó si me pasaba algo porque esta muy pálido y sudaba. Trate de disimular, y le dije que solo era el cansancio del viaje.

Cenamos en silencio en la cocina, me duché y nos fuimos a acostar. Al día siguiente al despertarme vi con horror que la foto de Teresa que tenia sobre la mesilla de luz había desaparecido, en su lugar solo quedaba el marco de plata vacío.

María a mi lado seguía durmiendo; me levanté sin hacer ruido y fui a la sala, busqué el álbum de fotos familiar, comprobé aterrorizado lo que ya me temía, todas las fotos donde salía Teresa habían desaparecido dejando un hueco pegajoso. Algunas habían sido cortadas haciendo más notoria su ausencia.

Alguien había querido borrarla de nuestra vida, pero ¿Por qué?. Traté de calmarme y pensar. Tomé la agenda, tenía que llamar a Laura, la mejor amiga de Teresa, ella tenia que saber algo, abrí la agenda por la L y me quede estupefacto, el nombre y el teléfono de Laura no estaba; en su lugar había un hueco de tinta blanca, no se veía nada al trasluz, desesperado hojee toda la agenda buscando los teléfonos de las otras amigas de Teresa, todos habían sido borrados. No conocía sus direcciones, así que no tenía forma de localizarlas.

Esto ya había llegado demasiado lejos, fui a la habitación de Teresa, necesitaba su número de carnet de identidad para hacer la denuncia a la policía. Todos los cajones estaban vacíos, no estaba su documento ni ningún maldito papel que acreditara su identidad.

Sin ese dato y sin ninguna foto, no podría realizar la denuncia en la guardia civil.

Estaba ensimismado pensando en una posible salida, cuando María se asomó a la puerta y me dijo que el desayuno estaba listo.

Decidí que lo mejor era no decirle nada a María, ella parecía tan tranquila, por lo que seria mejor seguir la misma actitud que en Alicante.

Me pasé toda la tarde pensando mientras veíamos en la tele “Tu historia nos interesa”, y ahí de golpe se me ocurrió lo que podía hacer; podía llamar al programa y contar mi problema, si salía en la televisión, tal vez Teresa o alguna de sus amigas me viera y se pondría en contacto con el programa. Al fin y al cabo hoy todo lo arreglaba la televisión, no había mas que ver “Tu historia nos interesa”. La policía no servía para nada, para que iba a hacer la denuncia. Si definitivamente la televisión era la solución. Anoté el número al que había que llamar. Era un contestador, dejé mi mensaje y número de teléfono mientras María estaba en la cocina preparando la cena.

Esperé ansioso la llamada del programa; después de quince días recibí la llamada de la regidora de “Tu historia nos interesa”, se llamaba Rosa Reixach, me dijo que la historia sonaba interesante pero que sería conveniente bajarle un poco los decibeles, está bien que cada vez la gente sale con historias más estrambóticas con tal de asegurarse su minuto de gloria, pero la suya señor, ya se pasa de la raya, me dijo.

Yo le pregunté a que se refería con una indignación que apenas podía disimular; Rosa me dijo que todo eso de que no quedara ni una foto, ni un documento, en fin, que o bien no era creíble la existencia de Teresa, o bien no pertenecía al tipo de historias que se presentaban en “Tu historia nos interesa”, vaya que tal y como la plantea su historia no nos interesa, dijo soltando una carcajada.

Definitivamente la tal Rosa Reixach era una sinvergüenza, le anuncié a los gritos que escribiría a los periódicos denunciando su maltrato y falta de educación.

Recobrando el dominio de sí misma, me pidió que la disculpara, y me aconsejo, que escribiera al programa del doctor Jiménez del Oso, tal vez mi historia encajaría mejor en un programa sobre fenómenos paranormales.

Rojo de indignación colgué el teléfono de un golpe.

María, alertada por mis gritos apareció por el pasillo y me preguntó con quien había hablado, y porque estaba tan furioso. Le mentí y le dije que algún gracioso había llamado por teléfono y había comenzado a insultarme.

Traté de recobrar la compostura para seguir manteniendo a María alejada del problema, al menos, mientras pudiera.

Al día siguiente salí a caminar, tal vez dar una vuelta por el paseo marítimo me refrescara la mente y se me ocurriese una posible solución.

Por el paseo me encontré sentado en el suelo a Gervasio, el loco oficial de la ciudad; le tiré unas monedas y seguí caminando.

Me apenó su situación, pensé que tal vez tenía una familia en algún otro lado, y estaba aquí mendigando. Recordé un reportaje que había visto hacía un tiempo en la televisión sobre el aumento de los vagabundos en Estados Unidos tras el cierre de la mayor parte de los psiquiátricos en la era Reagan; la mayoría de ellos al no tener ningún contacto con sus familias, acababan en la calle mendigando como Gervasio.

De pronto como un rayo me di cuenta qué le había podido pasar a Teresa. Tal vez había sufrido algún trastorno mental y estaba perdida. Mi corazón empezó a latir a todo galope, me senté para recuperarme poco a poco, casi no podía respirar, pero después de unos minutos conseguí ir reduciendo el galope a un trote ligero y después de unos veinte minutos ya estaba en condiciones de levantarme y volver a casa.

Durante la cena, comí como siempre en silencio, pensando cuales debían ser mis siguientes pasos; decidí que lo mejor sería ir a la biblioteca municipal y pedir toda la información referente a enfermedades mentales.

Al día siguiente me levanté temprano; como siempre, desayuné en la cocina con María y le avisé que iba a ir a la biblioteca municipal a leer sobre unos temas de psicología que me interesaban.

Me miró sorprendida y me preguntó a qué venía ese repentino interés por la psicología, que yo recuerde siempre dijiste que los psicólogos te parecían una manga de chantas; ya ves manías de viejo le contesté.

Estuve en la biblioteca todo la mañana, paré para comer y volví a la tarde; nunca pensé que hubiesen tantos libros sobre enfermedades mentales, y sobre todo, tan complicados de entender. Así pasaron varias semanas, y las semanas se convirtieron en meses, sin yo darme cuenta del paso del tiempo; tan concentrado estaba en mi búsqueda. Lamentablemente, cuanto más avanzaba, más me daba cuenta de la longitud de mi ignorancia, de todo lo que todavía me faltaba saber. En la biblioteca ya me conocían por el nombre, en esos meses, me había convertido en su lector más asiduo. Un día una de las bibliotecarias me preguntó por mi interés en la psicología; por un momento pensé en decirle la verdad, pero entonces recordé el episodio con Rosa Reixach, la regidora de “Su historia nos interesa”, y preferí darle una respuesta menos comprometida, le dije que siempre quise estudiar psicología y que nunca pude hacerlo por tener que trabajar desde muy joven; la bibliotecaria me sonrió con una mirada comprensiva y siguió ordenando los libros en las estanterías.

A razón de cuatro horas por la mañana y cuatro horas por la tarde de lunes a viernes durante tres años, conseguí acabar con todas las publicaciones de la biblioteca sobre enfermedades mentales. Me convertí en un experto en el tema, pero eso no me dio la clave sobre el paradero de mi hija. Súbitamente, me di cuenta que esos tres años no habían servido para nada, es más, seguramente, me habían alejado de mi propósito inicial de una forma definitiva, sentí de repente que un mar incontenible de lágrimas salía a borbotones de mis dos ojos hundidos por el cansancio de tantas horas de estudio.

Lloré durante horas hasta que me sequé por dentro; me dolían los hombros con las convulsiones del llanto.

Cuando llegué a casa tarde, mucho más tarde de la hora a la que cerraba la biblioteca, María estaba esperándome en el portal con cara preocupada, al verme me abrazó y me preguntó porque llegaba tan tarde. Yo no podía ni hablar, subimos en el ascensor en silencio; cuando llegamos a casa, me senté en el sofá y le conté todo desde el principio, también le dije que no entendía su actitud tan fría; como madre debería haber reaccionado hacía mucho tiempo ante la desaparición de Teresa.

María me miró fijamente, y me dijo que no entendía porque quería ahora desenterrar el pasado, que bastante difícil había sido todo y que lo mejor era olvidar.

También me dijo que al principio cuando me había visto tan entusiasmado con mis estudios en la biblioteca, se había alegrado, porque pensaba que finalmente había superado el trauma de la desaparición de Teresa.

Yo no podía creer lo que estaba escuchando, y le dije claramente que no entendía como podía resignarse sin más, sin luchar, aquello no me parecía normal.

María me miró con una expresión de confusión, como si no entendiera a que me refería.

Si teníamos que ser sinceros, más valdría que le dijese de una vez todo lo que pensaba, y se lo dije, le dije claramente que no me parecía normal que después de dejar a Teresa en San Sebastián antes de nuestro viaje a Alicante, encontrase normal que hubiera desaparecido sin dejar rastro.

Ella me miró paralizada, como si yo estuviera loco. Entonces con una voz deshilachada me dijo que estaba confundido, que Teresa había desaparecido, era verdad, pero eso había pasado mucho tiempo antes, en Buenos Aires, y que por eso habíamos decidido volver a España después de tantos años de ausencia.

La miré aturdido; no entendía nada; sentí el cansancio acumulado de años, la angustia encapsulada en el estómago, que había guardado todo ese tiempo sólo para mí. Tan solo quería cerrar los ojos y descansar, me tumbé en el sofá, apoyando la cabeza en el regazo de mi esposa; María me acariciaba suavemente el pelo, al final me quedé dormido.

A la mañana siguiente, más despejado pude ver las cosas con mayor claridad; María, nunca había reaccionado porque había perdido la cabeza hacía tiempo; gracias a mis estudios durante estos tres años, incluso podía hacer un diagnóstico exacto de su caso. Lo mejor sería no contradecirla, pero también me daba cuenta ahora, que durante todos estos años que había estado yendo diariamente a la biblioteca, tal vez, un día en su ausencia, Teresa había aparecido por casa y María no la había reconocido.

Me di cuenta de la magnitud de mi error durante esos tres años, de todas formas, ya nada podía modificar lo que había hecho hasta ahora, pero sí podía cambiar las cosas a partir de este momento; decidí no volver a dejar la casa sola por si un día Teresa aparecía.

Cada vez que mi mujer me sugería que la acompañase a hacer las compras, o que saliésemos a dar un paseo, yo me negaba rotundamente, ella me observaba con tristeza pero no insistía.

Yo suspiraba aliviado cuando la puerta se cerraba y yo continuaba sentado en la mesa de la cocina con la puerta abierta; si llamaba Teresa, quería estar seguro de oírla.

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