viernes, 31 de agosto de 2007

Glauco Francotti


Cuando yo nací mis padres vivían en el campo, cerca de Trenque Lauquen. Por ese entonces los chicos que nacían eran registrados cuando los padres podían acercarse hasta el registro civil del pueblo. Ese fue mi caso. Mi infancia en el campo fue tranquila y solitaria. Me gustaba mucho leer mientras oía el viento en los maizales que se movían como olas verdes. A veces acompañaba a mi padre a pescar al río. A mi no me gustaba demasiado pescar, pero si que me gustaba compartir esos momentos de complicidad con él. También nos gustaba tirarnos panza arriba en el pasto cerca de la casa en las noches estrelladas de verano a observar el cielo.

Él me llevaba todas las mañanas a la escuela en el sulky.

En la escuela compartía la única aula que había con chicos de diferentes edades, éramos unos pocos, en total unos veinte. Los alumnos más grandes en general actuaban como ayudantes de la maestra corrigiendo y enseñando a los más chicos.

Con mis compañeros de clase compartía juegos solamente en el recreo, ya que las distancias en el campo eran muy grandes como para ir a jugar a la casa de un compañero.

Viví toda mi niñez allí, hasta que mi padre murió, y mi madre decidió que nos fuéramos a vivir con su hermana a Buenos Aires. Mi tía le había conseguido un trabajo en una fabrica de Avellaneda.

Cuando llegamos a la estación de Constitución, estaba mi tía esperándonos. La estación era un hormiguero de gente corriendo en diferentes direcciones que parecían ser siempre la contraria a la que llevábamos nosotros.

Nos instalamos en La Boca, en la casa de mi tía. Desde mi cuarto podía ver el Riachuelo con sus aguas aceitosas y oír el ulular de las sirenas de los barcos que se acercaban o partían del puerto junto con los gritos de los trabajadores portuarios que acarreaban bultos de los barcos.

Me pareció un lugar triste y gris La Boca. Un lugar donde el silencio no era posible y donde raramente se veían las estrellas por la noche.

Se trataba de una casa típica de La Boca. Un conventillo inmundo donde mi madre y yo compartíamos la única habitación disponible, en el primer piso. Cuando llovía se escuchaban los goterones como balas que chocaban contra el techo de chapa.

En invierno se sentía el frío y la humedad con intensidad y en verano el calor era insoportablemente denso. Por eso, en verano todos huían del calor sentándose delante de las puertas de sus casas y hablando con sus vecinos. Creían que esos eran momentos vitales para la humanidad, en los cuales resolvían todos los problemas políticos y económicos de la época.

Los chicos jugaban a la mancha o al escondite, hasta que el calor los agotaba y se sentaban junto a las sillas de los mayores en el cordón de la vereda.

Yo observaba a unos y otros, ajeno a ambos, las conversaciones de los mayores no me interesaban, sus comentarios resentidos me parecían ridículos, no eran mas que unos perdedores y yo no estaba dispuesto a formar parte de su mundo.

El mundo de la infancia ya me resultaba ajeno, lo había dejado atrás abruptamente al llegar a Buenos Aires. Así que yo estaba allí, en el medio de ninguna parte, los jóvenes de mi edad se juntaban en barritas que se dirigían al centro, para pasear por la calle Florida o Lavalle, pero para eso hacia falta tener plata y yo no la tenia. Mi madre no quería que yo trabajara, eso me quitaría tiempo para el estudio y para ella no me llevaría a ninguna parte, ya tendría tiempo para divertirme mas adelante, argumentaba. Y yo en el fondo estaba de acuerdo con ella.

Mi madre y mi tía formaron una sociedad de mujeres solas e independientes, una rareza para la época. En realidad, una rareza impuesta, ya que ninguna de las dos eligió este destino, sino más bien, la vida las puso a prueba, a mi madre la muerte de mi padre, a mi tía el abandono de su marido, que la dejó por una corista francesa de paso por Buenos Aires.

Yo era el único intruso varón de esa sociedad, apenas tolerado por mi condición de niño preadolescente, que me daba ante sus ojos un carácter asexuado.

En la fábrica, mi madre cosía todo el día camisas y pantalones, mientras yo iba a la escuela.

Recuerdo que el primer día que fui a la escuela mi tía me acompañó, ya que mi madre no podía hacerlo porque entraba muy temprano a trabajar.

La maestra me presentó a mis compañeros de clase que me observaban como si fuera un bicho de laboratorio.

En el recreo se me acercaron todos a hacerme mil preguntas, y en cuanto abrí la boca para contestarles, todos soltaron una gran risotada. Julio, el que parecía ser el líder del grupo empezó a imitarme, mientras mi cara iba cambiando de un rosa pálido a un rojo que iba creciendo en intensidad hasta casi llegar al granate.

En la escuela todos teníamos un apodo, yo era el provinciano. A pesar de que pronto aprendí a copiar el acento porteño, el mote ya me lo había ganado.

Yo quería pasar desapercibido, pero no lo conseguía. Entonces, decidí apartarme de los demás.

En los recreos me sentaba en un rincón del patio y repasaba la tarea o leía algún libro que había sacado de la biblioteca de la escuela.

Pronto me convertí en el preferido de todos los profesores y en él mas odiado por mis compañeros, aunque esto ya no me importaba. Lo único en lo que pensaba era en triunfar.

Me había trazado un plan y lo cumplía a rajatabla. Iba a conseguir una beca para entrar a la universidad de ciencias económicas, donde pensaba dejarme las pestañas estudiando, pero eso me iba a permitir conseguir un buen trabajo en una empresa importante. Me imaginaba llevando traje y corbata y manejando un auto elegante.

Mi madre escuchaba emocionada y orgullosa los planes de su hijito cada noche cuando regresaba extenuada de su trabajo.

El sueño empezó a hacerse realidad el día en que entré como asistente del dueño de la fabrica donde trabajaba mi madre. Desde entonces me convertí en el señor Francotti. Trabajaba a la par del dueño. Este me apreciaba casi tanto como a su perro.

Poco a poco fui escalando posiciones dentro de la empresa hasta llegar a formar parte del directorio.

Gracias a mi nueva posición pude comprarme un elegante departamento de cuatro ambientes en el barrio de Recoleta., a donde me mudé con mi madre. Deje atrás la Boca y a mi tía para siempre. Mis nuevos vecinos no salían a la puerta de su casa en verano, no lo necesitaban, el aire acondicionado aliviaba las molestias del calor porteño. Descubrí con satisfacción que mis antiguos compañeros de colegio no entonarían con mi nuevo nivel socio económico, que ahora su forma de hablar resultaría vulgar, solo apropiada para el servicio domestico.

Los muebles de mi nueva casa eran de diseño, salvo la horrenda mecedora que mi madre insistió en llevar, y que Jorge, el decorador al ver casi se desmaya del disgusto.

Por fin había conseguido entrar en el círculo del poder económico, o al menos eso era lo que yo creía. Mis compañeros de trabajo que pertenecían a familias acomodadas, habían entrado en la empresa por sus contactos. Mi vida parecía encauzarse dentro de los márgenes que me había trazado, pero había un pequeño detalle que me molestaba, ese detalle era mi madre. Intentaba evitar los talleres, pero a veces el dueño me mandaba allí con alguna orden para el encargado. Entonces mi madre me saludaba con la mano desde su puesto, mientras comentaba con orgullo a sus compañeras, que ese era su hijo. Yo desviaba la vista hacia otro lado, pero no podía evitar que me sudaran las manos y que la sangre me subiera a las mejillas, al darme cuenta que el encargado me miraba con una sonrisa sardónica.

La misma sonrisa que a veces percibía en mis selectos compañeros de trabajo cuando repentinamente me daba la vuelta al oír un cuchicheo de voces a mis espaldas.

Cuando regresaba del trabajo mi madre me esperaba con la cena lista, juntos comíamos en silencio en la mesa de la cocina, después ella lavaba los platos mientras yo revisaba las cuentas de la casa.

Mas tarde nos sentábamos en el comedor, donde ella tejía mientras veía la novela en la tele. Yo leía el diario, y de vez en cuando la observaba de perfil, la veía sonreír con alguna salida cómica de la novela, mientras pensaba como sacármela de encima.

En varias ocasiones le había sugerido que dejase de trabajar en la fabrica, argumentando que mi salario era más que suficiente para mantenernos a los dos, que ella ya había trabajado mucho y era hora de que descansase y disfrutase de la vida, incluso tal vez podría volver al campo donde la vida era mas sana y tranquila para una mujer de su edad. Pero ella era terca y me decía que no quería ser una carga para su hijo, y que disfrutaba trabajando por que eso la hacia sentirse útil, además Trenque Lauquen esta muy lejos hijito y te voy a extrañar mucho, y vos tampoco te la arreglarías sin mi, quien iba a plancharte las camisas sino?, me decía . Mentalmente yo le contestaba que cualquier sirvienta lo haría por un precio módico.

Todas las noches rezaba para que la pequeña molestia desapareciera de mi vida. Entonces esta seria perfecta. Hasta que un día, dios me escuchó y se la llevó.

Fue un ataque al corazón, no sufrió demasiado. La enterramos en la Chacarita, solamente estábamos mi tía, yo y algunos vecinos de nuestro antiguo barrio. El ataúd fue bajando lentamente, todo se movía en cámara lenta, como en una película. Me sentía atontado, cuando llegue a casa, mi tía me hizo un té y me metí en la cama. Al día siguiente en la oficina todos me dieron el pésame, todos hicieron alguna pregunta de compromiso, como, si estaba enferma, si tenia muchos años o si había sufrido mucho y lo cerraban con un conta conmigo para lo que necesites, Francotti, ya sabes, después se daban la vuelta y se alejaban con un suspiro de alivio, el mal trago ya había pasado.

Tenía mucho trabajo atrasado, pero el dueño se creyó en la obligación de decirme que me fuera a casa temprano, que ya se haría el cargo de todo.

Volví a casa, abrí la puerta, el sol del atardecer se filtraba por las rendijas de la persiana de la ventana del comedor, me sentía raro, nunca había llegado a casa tan temprano como para que fuese todavía de día.

Deje el maletín en la habitación, sobre el escritorio. Volví al comedor, podía escuchar claramente el retumbar de mis pasos, ….y ahí estaba, la mecedora junto al equipo de música, le di un golpecito apenas , y empezó a moverse, pude escuchar su quejido casi imperceptible, necesitaba aceite, mañana pasaría por el supermercado y lo compraría, junto con el resto de las cosas para la casa. Ahora tendría que ocuparme de esos pequeños quehaceres domésticos. Tal vez me convendría contratar a alguien para hacerlo.

En realidad, no, no necesitaba comprar aceite, mañana la bajaría al sótano, definitivamente no combinaba con el resto de los muebles. Jorge se alegraría de este cambio. Encendí, la radio, busqué en el dial una emisora que me gustase, hasta que encontré una de música clásica, se escuchaba la quinta sinfonía para piano y orquesta de Bach.

Me senté en la mecedora y cerré los ojos. Cuando los abrí de nuevo, la casa estaba a oscuras, encendí la luz y mire el reloj de pared, eran las doce. Pensé que era mejor que me fuese a acostar, mañana me esperaba mucho trabajo en la oficina.

No hay comentarios.: